lunes, 15 de octubre de 2007

Envejecer juntos

Con mi amorcito queremos compartir este texto, que no es nuestro, pero ha significado mucho para nosotros. Nos ha hecho pensar y reflexionar sobre nuestro amor. Vale la pena...

Pasaron a mi lado por la vereda silenciosamente, la mirada fija hacia adelante. Iban tan armónicamente tomados del brazo que más que dos personas caminando juntas parecían un solo ser: una unidad humana, física y espiritualmente perfecta.
Les calculé entre 75 y 80 años; él un poco más viejo que ella, ligeramente encorvado, delgado, alto. Ella, algo más erguida, también alta, aún ágil. Ambos, cabellos blancos y las correspondientes arrugas, testigos del paso de los años, en sus rostros. Vestían sobriamente, prolijos, quizás hasta algo elegantes. En fin, una pareja de ancianos como tantas otras y, sin embargo, no era como tantas otras.
Siguieron caminando delante de mí cerca de media cuadra, tiempo suficiente para observarlos detenidamente y ponerme a pensar por qué había algo en ellos que llamaba poderosamente la atención. Caminaban elásticamente a pesar de los años, con ritmo ajustado. Daban el paso exactamente al mismo tiempo: él, izquierda; ella izquierda; él, derecha; ella, derecha; sincronizados perfectamente, como un ballet largamente ensayado.
Y de un pensamiento pasé al otro. Esa simbiosis exterior, esa armonía de movimientos que se traslucía en su modo de andar juntos era fruto –sin duda- de una armonía y una simbiosis interior, anterior a este momento. Era el resultado visible de compartir una vida entera, uno apoyado en el otro, sosteniéndose mutuamente, complementándose, queriéndose, aceptándose. Lejos ya del fuego de la juventud, se veía que en ellos permanecía aún latente la brasa del primer amor que los unió, de esa clase de amor que le da sentido a la vida y perdura transformado en paz en la vejez.
Seguramente habrán sufrido y soportado contrariedades. Nadie dice que el camino del matrimonio sea siempre un vergel de rosas. Hay espinas también, pero son precisamente las que hacen apreciar las rosas. Y así, habrán llorado cuando fue tiempo de llorar y habrán reído cuando fue tiempo de reír. Pero siempre juntos, envejeciendo.
De repente, la pareja desapareció de mi vista, mezclada entre la gente. No los vi más, pero la contemplación de esta escena aparentemente tan trivial me hizo recordar esa conocida página de Tertuliano expresando acertadamente la grandeza y belleza de la vida conyugal llevada con amor: “¿Cómo lograré exponer la felicidad de ese matrimonio que la Iglesia favorece, que la ofrenda eucarística refuerza, que la bendición sella, que los ángeles anuncian y que el Padre ratifica?”
Pues de eso se trataba precisamente: esa pareja de ancianos era un testimonio viviente de que la felicidad en el matrimonio es accesible y alcanzable, pero hay que luchar por ella a fuerza de dar sin exigir nada a cambio, de aceptar al otro como es, de compartir lo bueno y lo malo, “en la salud y en la enfermedad”, de paciencia y comprensión, de lealtad y fidelidad, de sinceridad y generosidad, de asumir cada uno con responsabilidad el rol que le corresponde como padre o como madre, de rectificar y perdonar, de sentido común, de cultivar juntos el amor que se prolonga en los hijos y en los demás.
Ellos, los ancianos que con su presencia fugaz despertaron estas reflexiones, estaban muy lejos de sospechar siquiera que estaban dando un ejemplo de vida. Y así seguirán caminando juntos a su destino final, hasta que la muerte los separe.
Ojalá que muchos matrimonios jóvenes de hoy en día sepan luchar, igual que ellos, por alcanzar esa armonía y paz interior que crece con el paso de los años cuando los dos se han propuesto envejecer juntos. Es difícil pero no imposible. Eso sí: tiene un precio, el precio del amor.
Y vale la pena."

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